miércoles, 4 de agosto de 2010

Raymond Carver: Otros poemas.

Versiones Patricia Ogan Rivadavia-Esteban Moore
















El panadero

Pancho Villa
entró en el pueblo
acompañado
por cientos de jinetes,
ordenó la ejecución
del Alcalde
en la plaza pública,
luego requirió
la presencia
del Conde Vronsky
y cenaron,
mientras comían
Pancho le presentó
a su nueva novia
y al marido, el panadero
que usaba un delantal blanco,
Pancho extrajo su pistola
para que el Conde
pudiera admirarla
y quiso saber
de su triste exilio
en México,
hablaron de caballos
y mujeres
cuestiones en las
que ambos eran expertos,
la chica reía
y jugueteaba
con los botones
de madreperla
de la camisa de Pancho,
que al dar las doce
se durmió con la cabeza
apoyada en la mesa,
el panadero se persignó
nerviosamente
y abandonó el salón
descalzo
las botas en la mano,
sin mirar al Conde
sin mirar a la joven esposa,
este hombre anónimo, descalzo
humillado, que trata de salvar su vida,
este hombre
es el héroe del poema


Volando sobre la jungla

"Sólo tengo dos manos,"
exclamó la azafata,
bellísima. Sin mirarlo
continuó bamboleándose
entre los asientos
sosteniendo la bandeja.

Él piensa
que ésta es otro mujer
que se aleja de su vida
para siempre.
Observa a través de la ventanilla
ve luces que titilan en la noche
imagina una aldea en la jungla.

A este hombre le han sucedido
tantas y extrañas cosas en la vida
que no se sorprende cuando ella
vuelve y se acomoda en un asiento
del otro lado del pasillo
lo mira y le pregunta:
"¿Te vas a bajar en Río o en Buenos Aires?"

Una vez más esta mujer
expone la belleza de sus manos,
los pesados anillos de plata
que sostienen sus dedos; la gruesa
pulsera de oro que rodea su muñeca.

Están volando sobre el Mato Grosso
que está cubierto por una espesa bruma.
Es muy tarde.
Él continúa considerando
la plasticidad de esas manos,
admira los dedos inquietos.

Han pasado varios meses,
es difícil y complejo recordar
esos momentos.


La casa de atrás

Está oscureciendo, las sombras,
transforman el paisaje.
Una mujer vieja
aparece en la pradera
caminando bajo la lluvia.
En sus manos lleva
un freno y un bozal.
Siguiendo el sendero
llega hasta la casa de atrás.

En esa casa, Antonio Ríos
está viviendo la última hora
del combate final.
ella lo sabe,
no preguntés cómo lo supo,
nadie podrá explicártelo.

El doctor y algunas personas
Rodean al moribundo.
La vieja entra en la habitación
y coloca el freno y el bozal
con suavidad al pie de la cama,
en la que Antonio Ríos agonizante
espera la muerte.

La mujer abandona la habitación
en silencio, sin despedirse.
Esta mujer que una vez fue joven y hermosa:
cuando Antonio Ríos era joven, fuerte y hermoso.


El don de la ternura

Tarde en la noche comenzó a nevar.
Los copos húmedos caían
más allá del cristal de las ventanas,
surcando el aire frío
ocultaban el resplandor de la ciudad.
Observamos un rato la tormenta
sorprendidos, felices, satisfechos
de estar allí y no en otro sitio.
Puse un leño en el hogar,
me pediste que regulara
el tiro de la chimenea.
Nos metimos en la cama.
Cerré mis ojos, de inmediato,
pero
por razones que desconozco
antes de dormirme
el aeropuerto de Buenos Aires
atravesó mi memoria.
Recordé aquella tarde,
la temprana oscuridad, las sombras.
Reconstruí la escena:
Regresé a ese paisaje desolado
donde flotaba un silencio sepulcral
interrumpido únicamente por el rugido
de las turbinas del avión que carreteaba
lentamente bajo una lluvia de granizo,
tan fino que lo confundimos con nieve.
En las ventanas de los edificios no había luz.
Un lugar realmente solitario.
Sólo pasillos abandonados, hangares, vacíos.
No vimos una sola persona.
"Es como si todo estuviera de luto,"
fue tu comentario.


Abrí mis ojos.
El ritmo de tu respiración
me dijo que estabas profundamente dormida.
Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
Mis evocaciones
me trasladaron a la Argentina,
luego a un departamento en el pasé
un tiempo de mi vida, en Palo Alto.
No nieva en esa ciudad,
Pero el departamento disponía
de un amplio ventanal desde donde
podríamos haber mirado por horas
la autopista que rodea la bahía.
La heladera estaba al lado de la cama.
Las noches calurosas, sofocantes,
cuando me despertaba con la garganta seca
sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta
y dejarme guiar por su luz interior
hasta el botellón con agua refrescante.
En el baño un pequeño calentador eléctrico
descansaba cerca del lavatorio.
Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén,
el frasco de café instantáneo,
siempre a mano, en el botiquín.

Una mañana me senté en la cama
vestido, recién afeitado,
bebiendo sorbos de café caliente
intentando olvidar planes,
proyectos, todas esas cosas
que había decidido realizar.
Finalmente disqué el número
de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
le pedí prestados 75 dólares.
Me contesto que estaba sin fondos.
Su mujer había viajado a México
por unos días y él no tenía dinero,
no llegaba a fin de mes.
"Está bien", le dije. "Te entiendo."
Y así era,
no necesité explicaciones.
Hablamos un poco más y cortamos.
Terminé el café cuando el avión
comenzaba a elevarse en mi recuerdo
y yo desde la ventanilla miraba
por última vez las luces de Buenos Aires.
Después cerré los ojos
iniciando el largo regreso.

Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentás que no dormiste bien.
Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. "Yo también."
Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.
En realidad es la ternura la que me interesa.
Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas.