viernes, 19 de noviembre de 2010

Carlos Bègue: Un mago fortuito.

Carlos Bègue













                                             




            Antes del giro cibernético, cuando a la hora de cierre los fortíssimo sobre el teclado de las máquinas de escribir elevaban cada redacción a sala de conciertos, los chacoteros de siempre eran la sal del periodismo.
            Américo Spinedi fue uno de ellos, también notorio fabulador. Su fama no era arbitraria. Había cumplido tantos oficios, viajado por tantos lugares, que el cómputo de tantos años de andanzas por el mundo discordaba con su madura juventud. Novicio en un monasterio tibetano, tragafuego a las puertas del Bronx, fotógrafo entre los esquimales, pinche de cocina en la costa amalfitana, adivino de sultanes, ayudante del mago Fu–Manchú, maestro karateca no sé dónde...
            En el diario nadie le creía. Cada recuerdo suyo sumaba cachadas, burlas, muecas. Hasta que una tarde se coló en la cuadra un vendedor ambulante prendido al valijón de ofertas. Aquellos pellejos, excrecencias del propio cuerpo, le colgaban como el badajo de la campana. "Forros, corbatas, medias...vendo barato", revoloteaba entre los escritorios con zumbido de tábano.
            Persistente, al fin terminó dentro de un círculo más propenso a divertirse gratis que a meter mano al bolsillo. De pronto, Spinedi avanzó hacia él desde la periferia, le arrebató el lápiz del chaleco y mirándolo fijo le exigió que lo mantuviera a pulso. "Ahora voy a partirlo con el filo de un papel —anunció— y el corte será más limpio que tajo de cirujano. ¿Un billete, por favor? Debe ser flamante".
            Yo se lo alcancé. Las risas en sordina cedieron paso a un silencio expectante. Dócil por fuerza, el mercachifle consentía los antojos de Spinedi sin entender demasiado. El Fáber número 5, virgen, le temblaba entre los puños cerrados.
            Spinedi plegó en dos el billete, a lo ancho, afilándole con las uñas el doblez. Luego se concentró en el lápiz, alzó la diestra y de un certero papirotazo cumplió lo prometido. Quedamos bizcos y el hombre de la valija desconsolado, con medio lápiz en cada mano y sin saber qué hacer. Un impertinente aventuró la pregunta:
            —¿Cómo lo hiciste?
            —Chupame un dedo, che —le propuso Spinedi meneando la cabeza mientras lo miraba oblicuamente de arriba abajo—. Después, solemne y con tono admonitorio, lo aleccionó en voz alta,  como para que hasta las paredes oyeran: —Toda magia, todo poder de la mente deben sustraerse al manoseo del vulgo. 
            Esa noche, ya fuera del diario, al despedirnos en la esquina Spinedi secreteó en mi oreja, a espaldas de la muchachada: "Mañana es sábado y nuestros francos coinciden. Venite a comer a casa".

            Soy puntual. Al día siguiente, con el toque de las nueve, en noche de luna llena, yo me arrastraba con dos botellas de buen vino por la escalera de aquel caserón donde, según vox populi, a Spinedi lo mimaban su madre y una hermana soltera, restauradora de muñecas.
            Recostado contra la medianera de una fábrica vacía (sin vidrio sano en ninguna de las ventanas) el edificio de tres plantas pedía urgente socorro. Las paredes de ladrillo a la vista tenían la misma mugre centenaria que los adoquines del pavimento.
            Apenas Spinedi abrió la puerta, los tufos del ajo disiparon la fatiga de haber subido esos tres pisos por escalera a falta de ascensor. "Hoy tenemos buseca, ¿ya habrás adivinado? La vieja no mezquina los condimentos", me saludó en mangas de camisa. Por cierto, no cualquier camisa, sino una tropical, de rabiosos estampados florales y leves colibríes libando en las corolas. "Cayeron las visitas", anunció con tono de heraldo, precediéndome a grandes zancadas por el vestíbulo para encender las lámparas de la sala. "Ponete cómodo, che", me indicó uno de los dos sillones libres. Los demás asientos, cubiertos también con fundas color de cera, estaban ocupados por las muñecas. Todas tenían los ojos bien abiertos salvo una, excedida de carmín en los mofletes; a ella, un párpado caído le otorgaba cierto aire ausente. La sonrisa era otro rasgo común: una sonrisa un poco vanidosa, un poco pasmada, como la de todas las tímidas. En un sofá conté siete, tal vez ocho, vestidas de organdí. "Es difícil vivir entre tantas mujeres...jamás podrías imaginarlo", suspiró mi amigo antes de declarar enfático, casi al borde de lo cursi: "Pero, ya se sabe, no hay rosas sin espinas". Apenas repuesto de la sorpresa y ya apoyado en mis nalgas, le oí decir: "Ellas, por discretas, (aquí abarcó a las muñecas con un amplio giro del brazo) nos dispensan un silencio obsequioso". En seguida trajo el vermut y tuve ganas de tentarlas con la picada. Ricitos de oro parecía la más angurrienta: no le quitaba ojos al salamín. La Decana, resbalándole los anteojos sobre la nariz, me recordó a mi abuela por el luto y las agujas de tejer. Olía a lavanda y a viudez. Llevaba encaje en la pechera y los puños bordados con festones. Una cofia escondía las nieves del tiempo. ¿Llegaría a pedirme ayuda para ovillar otra madeja? ¿Me pincharía la rodilla en cuanto tuviera ocupadas mis manos? Pero no hubo tiempo para que se diera el gusto. Desde lejos nos convocaba una voz fogosa, acechante: "¡Avanti! ¡Avanti!"
            "Clotilde no podrá acompañarnos esta noche", excusó Spinedi a su hermana guiándome hacia el comedor por un largo corredor de baldosas en damero. "Por cierto, será una velada menos entretenida. Hoy tiene quirófano. Los golpes en la nuca, ¿sabés?, exigen pulso firme y olvido del reloj".
Por el piso corrían algunos hilos de agua que filtraban de los maceteros recién regados. Al atravesarlo rocé las hojas de una Rodgersia y más adelante evité por cábala las de un gomero, padre de la desgracia según antiguas consejas. 
Ya descorchado, uno de mis tintos ponía el toque de color sobre el mantel. La dueña de casa estuvo amable, aunque cargosa con el cucharón. Tenía un tono meloso y se mostró servicial hasta el límite de la pleitesía. Aquel gran flato de palabras chorreaba sobre el fino tejido de lino los flujos del más desaforado cocoliche. Pude, sí, entender sus maldiciones cuando una mosca se zambulló en el plato donde comía. "Propio a me dovera capitare! Che schiffo! Mi ha rovinato la cena. Non voglio mangiare più. Vorrei butare piato e minestra." Quizá la mujer hallara consuelo al día siguiente en la fajina de las hornallas. Hay vidas culinarias, y la suya debía ser ejemplar.
Es curioso, pero la sensación de ahogo me acecha desde chico cuando estoy encerrado entre cuatro paredes y en ninguna descubro ventanas. En atención a mis anfitriones, esa noche procuré disimular toda zozobra, aunque detrás de mi sonrisa congelada yo estuviera atento por si sus bocas, momentáneamente desocupadas, me prevenían contra algún peligro.
Ponderé la calidad del plato principal (truco eficaz para soslayar segundas partes) y al disiparse sus vapores no perdí de vista ciertos corpúsculos suspendidos alrededor del quinqué. Flotaban cual minúsculas pompas de jabón. Dándose cuenta de mi inquietud, precisó Spinedi para calmarme: "Es el gato. Bueno...en verdad son átomos de él. Ahora bajará". Dejó de comer, entornó brevemente los párpados, como si se fuera de viaje en tren, y al volver dibujó con la cuchara extendida hacia la luz una figura conjetural.
"¡Vieni! ¡Vieni!, miccino", profirió desde la cabecera mamá Spinedi, babeándose el  labio inferior caído, las encías flojas. Se la veía ansiosa ("el culo de mal asiento", observarían en campaña), sólo atenta a esos fragmentos detenidos bajo el resplandor opaco de la lamparilla como gotas de mercurio en susensión.
"¡Calma!, vieja. ¡Calma, que ya baja!", procuró sosegarla su hijo. Y agregó dirigiéndose a mí: "Lo del lápiz fue una pavada. Este numerito, al contrario, requiere máxima abstracción. Lo aprendí de un faquir en la India. Te lo dedico a vos porque no sos preguntón".
Creí soñar, medio adormilado por el monótono ensalmo que Spinedi, vuelto pura trompa, modulaba en tono monocorde y tenuamente ascendente:
                        OmmmmmmmmmOmmmmmmmmOmmmmmm

"Las patas, bambino. Faltan las patas", oí quejarse a la dueña de casa, cada vez más alterada. "Ahora los átomos entran en conjunción y pronto lo tendremos aquí, de cuerpo presente", nos previno el operador sin soltar la cuchara ni quitar la vista del quinqué.
El fenómeno anunciado excedía cualquier comentario razonable. Corporizado de sopetón, apenas rozar el borde del mantel con su cola, al gato, confundido en su negrura, se lo tragó el torrente de oscuridad que avanzaba por el pasillo del fondo con promesa de ratones. "Dudo si van a creerte cuando lo cuentes", se resignó Spinedi mientras sonrosaba otra vez mi copa vacía.
Bajo circunstancias semejantes, ¿será demasiado obvio confesar que esa noche la buseca me cayó pesada?

Del libro inédito Cerca está la luz de las tinieblas


CARLOS BÈGUE (Buenos Aires, 1935). Poeta y narrador. Ha publicado:  Oscuro tesoro de la muerte –cuentos–  (Primer Premio Municipal de Literatura , Buenos Aires, 1984); Los Cardales (poesía), 1986;  El paseo del centauro cuentos 1993 ;  Buitre de pesares la memoria –novela-2004– finalista del premio Herralde de Novela-Barcelona (España 2002); Premio Osvaldo Soriano de Novela (Mar del Plata 2002) y Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (2003).